A ORILLAS DEL RÍO PIEDRA
ME SENTÉ Y LLORÉ
PROLOGO
Las historias de amor encierran en sí todos los secretos del mundo.
Pero ¿qué ocurre cuando la timidez sacrifica un amor adolescente? ¿Y qué sucede cuando, al cabo de los años, el destino hace que una mujer reencuentre a su amado? A ella, la vida le ha enseñado a ser fuerte y a dominar sus sentimientos. A él, que posee el don de la curación, la religión le ha servido como refugio de sus conflictos interiores. Pero a ambos les une un solo deseo: el de cumplir sus sueños. El camino que habrán de recorrer es escabroso, y el sentimiento de culpa un obstáculo casi insalvable. Pero será a orillas del río Piedra, en un pueblecito del Pirineo, donde ambos descubrirán su propia verdad.
A orillas del río Piedra me senté y lloré es una novela fascinante y tierna que, con una prosa poética y transparente, nos sumerge de lleno en los misterios últimos de la vida y el amor. , Paulo Coelho
Nos obsequia un libro conmovedor y transparente que nos devela los misterios de la vida.
Marcelo Unzueta R.
NOTA DEL AUTOR
Un misionero español visitaba una isla, cuando se encontró con tres sacerdotes aztecas.
— ¿Cómo rezáis vosotros? —preguntó el padre.
— Sólo tenemos una oración —respondió uno de los aztecas—. Nosotros decimos: «Dios, Tú eres tres, nosotros somos tres. Ten piedad de nosotros.»
— Bella oración —dijo el misionero—. Pero no es exactamente la plegaria que Dios escucha. Os voy a enseñar una mucho mejor.
El padre les enseñó una oración católica y prosiguió su camino de evangelización. Años más tarde, ya en el navío que lo llevaba de regreso a España, tuvo que pasar de nuevo por la isla. Desde la cubierta, vio a los tres sacerdotes en la playa, y los llamó por señas.
En ese momento, los tres comenzaron a caminar por el agua hacia él.
— ¡Padre! ¡Padre! —gritó uno de ellos, acercándose al navío—. ¡Enséñanos de nuevo la oración que Dios escucha, porque no conseguimos recordarla!
— No importa —dijo el misionero, viendo el milagro.
Y pidió perdón a Dios por no haber entendido antes que Él hablaba todas las lenguas.
Esta historia ejemplifica bien lo que quiero contar en A orillas del río Piedra me senté y lloré. Rara vez nos damos cuenta de que estamos rodeados por lo Extraordinario. Los milagros suceden a nuestro alrededor, las señales de Dios nos muestran el camino, los ángeles piden ser oídos…; sin embargo, como aprendemos que existen fórmulas y reglas para llegar hasta Dios, no prestamos atención a nada de esto. No entendemos que Él está donde le dejan entrar.
Las prácticas religiosas tradicionales son importantes; nos hacen participar con los demás en una experiencia comunitaria de adoración y de oración. Pero nunca debemos olvidar que una experiencia espiritual es sobre todo una experiencia práctica del Amor. Y en el amor no existen reglas. Podemos intentar guiarnos por un manual, controlar el corazón, tener una estrategia de comportamiento… Pero todo eso es una tontería. Quien decide es el corazón, y lo que él decide es lo que vale.
Todos hemos experimentado eso en la vida. Todos, en algún momento, hemos dicho entre lágrimas: «Estoy sufriendo por un amor que no vale la pena.» Sufrimos porque descubrimos que damos más de lo que recibimos. Sufrimos porque nuestro amor no es reconocido. Sufrimos porque no conseguimos imponer nuestras reglas.
Sufrimos impensadamente, porque en el amor está la semilla de nuestro crecimiento. Cuando más amamos, más cerca estamos de la experiencia espiritual. Los verdaderos iluminados, con las almas encendidas por el Amor, vencían todos los prejuicios de la época. Cantaban, reían, rezaban en voz alta, compartían aquello que San Pablo llamó la «santa locura». Eran alegres, porque quien ama ha vencido el mundo, y no teme perder nada. El verdadero amor supone un acto de entrega total.
A orillas del río Piedra me senté y lloré es un libro sobre la importancia de esta entrega. Pilar y su compañero son personajes ficticios, pero símbolos de los numerosos conflictos que nos acompañan en la búsqueda de la Otra Parte. Tarde o temprano tenemos que vencer nuestros miedos, pues el camino espiritual se hace mediante la experiencia diaria del amor.
El monje Thomas Merton decía: «La vida espiritual consiste en amar. No se ama porque se quiera hacer el bien, o ayunar, o proteger a alguien. Si obramos de ese modo, estamos viendo al prójimo como un simple objeto, y nos estamos viendo a nosotros como personas generosas y sabias. Esto nada tiene que ver con el amor. Amar es comulgar con el otro, es descubrir en él una chispa divina.»
Que llanto de Pilar a orillas del río Piedra nos lleve por el camino de esta comunión.
A orillas del río Piedra me senté y lloré. Cuenta una leyenda que todo lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho. Ah, si pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente; así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos.
A orillas del río Piedra me senté y lloré. El frío del invierno me hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las aguas heladas que pasaban por delante de mí. En algún lugar ese río se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y de mi corazón— todas esas aguas se confunden con el mar.
Que mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que un día lloré por él. Que mis lágrimas corran bien lejos, así olvidaré el río Piedra, el monasterio, la iglesia en los Pirineos, la bruma, los caminos que recorrimos juntos.
Olvidaré los caminos, las montañas y los campos de mis sueños, sueños que eran míos y que yo no conocía.
Me acuerdo de mi instante mágico, de aquel momento en el que un «sí» o un «no» puede cambiar toda nuestra existencia. Parece que no sucedió hace tanto tiempo y, sin embargo, hace apenas una semana que reencontré a mi amado y lo perdí.
A orillas del río Piedra escribí esta historia. Las manos se me helaban, las piernas se me entumecían a causa del frío y de la postura, y tenía que descansar continuamente.
— Procura vivir. Deja los recuerdos para los viejos —decía él.
Quizá el amor nos hace envejecer antes de tiempo, y nos vuelve más jóvenes cuando pasa la juventud. Pero ¿cómo no recordar aquellos momentos? Por eso escribía, para transformar la tristeza en nostalgia, la soledad en recuerdos. Para que, cuando acabara de contarme a mí misma esta historia, pudiese jugar en el Piedra; eso me había dicho la mujer que me acogió. Así —recordando las palabras de una santa— las aguas apagarían lo que el fuego escribió.
Todas las historias de amor son iguales.
Habíamos pasado la infancia y la adolescencia juntos. Él se fue, como todos los muchachos de las ciudades pequeñas. Dijo que quería conocer el mundo, que sus sueños iban más allá de los campos de Soria.
Estuve algunos años sin noticias. De vez en cuando, recibía alguna carta, pero eso era todo, porque él nunca volvió a los bosques y a las calles de nuestra infancia.
Cuando terminé los estudios, me mudé a Zaragoza, y descubrí que él tenía razón. Soria era una ciudad pequeña y su único poeta famoso había dicho que se hace camino al andar. Entré en la facultad y encontré novio. Comencé a estudiar para unas oposiciones que no se celebraron nunca. Trabajé como dependienta, me pagué los estudios, me suspendieron en las oposiciones, rompí con mi novio.
Sus cartas, mientras tanto, empezaron a llegar con más frecuencia, y al ver los sellos de diversos países sentía envidia. Él era mi más viejo amigo, que lo sabía todo, recorría el mundo, se dejaba crecer las alas mientras yo trataba de echar raíces.
De un día para otro, sus cartas empezaron a hablar de Dios, y venían siempre de un mismo lugar de Francia. En una de ellas, manifestaba su deseo de entrar en un seminario y dedicar su vida a la oración. Yo le contesté, pidiéndole que esperase un poco, que viviese un poco más su libertad antes de comprometerse con algo tan serio.
Al releer mi carta, decidí romperla: ¿quién era yo para hablar de libertad o de compromiso? Él sabía de esas cosas, y yo no.
Un día supe que estaba dando conferencias, me sorprendió, porque era demasiado joven para ponerse a enseñar nada. Pero hace dos semanas me mandó una carta diciendo que iría a Madrid, y que deseaba contar con mi presencia.
Viajé durante cuatro horas, de Zaragoza a Madrid, porque quería volver a verlo. Quería escucharlo. Quería sentarme con él en un bar y recordar los tiempos en que jugábamos juntos y creíamos que el mundo era tan grande que no se podía recorrer.
SÁBADO, 4 DE DICIEMBRE DE 1993
La conferencia era en un lugar más formal de lo que había imaginado, y había más gente de la que esperaba. No entendí qué era lo que ocurría.
«Quién sabe, a lo mejor se hizo famoso», pensé. No me había dicho nada en sus cartas. Sentí deseos de hablar con las personas presentes, preguntarles qué hacían allí, pero me faltó valor.
Me sorprendí al verlo entrar. Parecía diferente del niño que había conocido; pero en once años las personas cambian. Estaba más guapo, y le brillaban los ojos.
— Nos está devolviendo lo que era nuestro —dijo una mujer a mi lado.
Era una frase extraña.
— ¿Qué nos está devolviendo? —pregunté.
— Lo que nos fue robado. La religión.
— No, no nos está devolviendo nada —dijo una mujer más joven, sentada a mi derecha—. No nos pueden devolver lo que ya nos pertenece.
— Entonces ¿qué haces aquí? —preguntó irritada la primera mujer.
— Quiero escucharlo. Quiero ver cómo piensan, porque ya nos quemaron una vez, y pueden querer repetir la dosis.
— Él era una voz solitaria —dijo la mujer—. Hace todo lo posible.
La joven esbozó una sonrisa irónica y se volvió hacia delante, dando por terminada la conversación.
— Para un seminarista, es una actitud valiente —prosiguió la mujer, esta vez mirándome a mí, en busca de su apoyo.
Yo no entendía nada, no abrí la boca y la mujer desistió. La joven sentada a mi lado me guiñó un ojo, como si yo fuese su aliada.
Pero yo estaba quieta por otra razón. Pensaba en lo que había dicho la señora.
«Seminarista.»
No podía ser. Él me habría avisado.
Comenzó a hablar, y yo no conseguía concentrarme del todo. «Tendría que haberme vestido mejor», pensaba, sin entender la causa de tanta preocupación. Él me había descubierto en la platea, y yo intentaba descifrar sus pensamientos: ¿cómo estaría yo? ¿Qué diferencia hay entre una muchacha de dieciocho y una mujer de veintinueve?
Su voz era la de siempre. Pero sus palabras habían cambiado mucho.
Es necesario correr riesgos, decía. Sólo entendemos del todo el milagro de la vida cuando dejamos que suceda lo inesperado.
Todos los días Dios nos da, junto con el sol, un momento en el que es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. Todos los días tratamos de fingir que no percibimos ese momento, que ese momento no existe, que hoy es igual que ayer y será igual que mañana. Pero quien presta atención a su día, descubre un instante de silencio después del almuerzo, en las mil y una cosas que nos parecen iguales. Ese momento existe: un momento en el que toda la fuerza de las estrellas pasa a través de nosotros y nos permite hacer milagros.
La felicidad es a veces una bendición, pero por lo general es una conquista. El instante mágico del día nos ayuda a cambiar, nos hace ir en busca de nuestros sueños. Vamos a sufrir, vamos a tener momentos difíciles, vamos a afrontar muchas desilusiones…, pero todo es pasajero, y no deja marcas. Y en el futuro podemos mirar hacia atrás con orgullo y fe.
Pobre del que tiene miedo de correr riesgos. Porque ése quizá no se decepcione nunca, ni tenga desilusiones, ni sufra como los que persiguen un sueño. Pero al mirar hacia atrás —porque siempre miramos hacia atrás— oirá el corazón que le dice: «¿Qué hiciste con los milagros que Dios sembró en tus días? ¿Qué hiciste con los talentos que tu Maestro te confió? Los enterraste en el fondo de una cueva, porque tenías miedo de perderlos. Entonces, ésta es tu herencia: la certeza de que has desperdiciado tu vida.»
Pobre de quien escucha estas palabras. Porque entonces creerá en milagros, pero los instantes mágicos de su vida ya habrán pasado.
Las personas lo rodearon cuando terminó de hablar. Esperé, preocupada por la impresión que tendría de mí después de tantos años. Me sentía una niña: insegura, celosa porque no conocía a sus nuevos amigos, tensa porque prestaba más atención a los otros que a mí.
Entonces se acercó. Se puso rojo, y ya no era aquel hombre que decía cosas importantes; volvía a ser el niño que se escondía conmigo en la ermita de San Saturio, hablando de sus sueños de recorrer el mundo, mientras nuestros padres pedían ayuda a la policía pensando que nos habíamos ahogado en el río.
— Hola, Pilar —dijo.
Lo besé en la mejilla. Podría haberle dicho algunas palabras de elogio. Podría haber hecho algún comentario gracioso sobre la infancia, y sobre el orgullo que sentía de verlo así, admirado por los demás.
Podría haberle explicado que necesitaba salir corriendo y coger el último autobús nocturno para Zaragoza.
Podría. Jamás llegaremos a comprender el significado de esta frase. Porque en todos los momentos de nuestra vida existen cosas que podrían haber sucedido y terminaron no sucediendo. Existen instantes mágicos que van pasando inadvertidos y, de repente, la mano del destino cambia nuestro universo.
Fue lo que sucedió en aquel momento. En vez de todas las cosas que yo podía haber hecho, hice un comentario que —una semana después— me trajo delante de este río y me hizo escribir estas líneas.
— ¿Podemos tomar un café? —fue lo que dije.
Y él, volviéndose hacia mí, aceptó la mano que el destino me ofrecía:
— Siento una gran necesidad de hablar contigo. Mañana tengo una conferencia en Bilbao. Voy en coche.
— Tengo que volver a Zaragoza —respondí, sin saber que allí estaba la última salida.
Pero, en una fracción de segundo, quizá porque volvía a ser una niña, quizá porque no somos nosotros los que escribimos los mejores momentos de nuestras vidas, dije:
— Es el puente de la Inmaculada. Puedo acompañarte hasta Bilbao, y regresar desde allí.
Tenía el comentario sobre el «seminarista» en la punta de la lengua.
— ¿Quieres preguntarme algo? —dijo él, notando mi expresión.
— Sí —traté de disimular—. Antes de la conferencia, una mujer dijo que le estabas devolviendo lo que era de ella.
— Nada importante.
— Para mí es importante. No sé nada de tu vida, me sorprende ver a tanta gente aquí.
Él se rió, y se volvió para atender a otros presentes.
— Un momento —dije, cogiéndolo del brazo—. No has contestado a mi pregunta.
— Nada que te interese mucho, Pilar.
— De cualquier manera, quiero saberlo.
Él respiró hondo y me llevó a un rincón de la sala.
— Las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el catolicismo y el islamismo, son masculinas. Los sacerdotes son hombres. Los hombres gobiernan los dogmas y hacen las leyes.
— ¿Y qué quiso decir la señora?
Él vaciló un poco. Pero respondió:
— Que tengo una visión diferente de las cosas. Que creo en el rostro femenino de Dios.
Respiré aliviada; la mujer estaba engañada. Él no podía ser seminarista, porque los seminaristas no tienen una visión diferente de las cosas.
— Te has explicado muy bien —respondí.
La muchacha que me había guiñado el ojo me esperaba en la puerta.
— Sé que pertenecemos a la misma tradición —dijo—. Me llamo Brida.
— No sé de qué me hablas —respondí.
— Claro que lo sabes —se rió.
Me cogió del brazo y salimos juntas, antes de que yo tuviese tiempo de explicarle nada. La noche no era muy fría, y yo no sabía qué hacer hasta la mañana siguiente.
— ¿Adónde vamos? —pregunté.
— Hasta la estatua de la Diosa —fue su respuesta.
— Necesito un hotel barato para pasarla noche.
— Después te digo dónde.
Prefería sentarme en un café, conversar un poco más, saber todo lo posible sobre él. Pero no quería discutir con ella; dejé que me guiase por el Paseo de la Castellana, pues hacía años que no veía Madrid.
En medio de la avenida se detuvo y señaló el cielo.
— Allí está—dijo.
La luna llena brillaba entre las ramas sin hojas.
— Está bonita comenté.
Pero ella no me escuchaba. Abrió los brazos en forma de cruz, hizo girar las palmas de las manos hacia arriba y se quedó contemplando la luna.
«Dónde me fui a meter —pensé—. Vine a asistir a una conferencia, terminé en el Paseo de la Castellana y mañana viajo a Bilbao.»
— Oh espejo de la Diosa Tierra—dijo la muchacha con los ojos cerrados—. Enséñanos nuestro pode haz que los hombres nos comprendan. Naciendo, brillando, muriendo y resucitando en el cielo, nos mostraste el ciclo de la semilla y del fruto.
La muchacha estiró los brazos hacia el cielo y se quedó un largo rato en esa posición. Las personas que pasaban la miraban y se reían, pero ella no s daba cuenta; quien se moría de vergüenza era yo, por estar a su lado.
— Necesitaba hacer esto —dijo, después de hacerle una larga reverencia a la luna—. Para que la Diosa nos proteja.
— ¿De qué hablas?
— De lo mismo que hablaba tu amigo, sólo que con palabras verdaderas.
Me arrepentí de no haber prestado atención a la conferencia. No sabía bien de qué había hablado él.
— Nosotras conocemos el rostro femenino de Dios —dijo la muchacha cuando nos pusimos a caminar de nuevo—. Nosotras, las mujeres, que entendemos y amamos a la Gran Madre. Pagamos nuestra sabiduría con las persecuciones y las hogueras, pero sobrevivimos. Y ahora entendemos sus misterios.
Las hogueras. Las brujas.
Miré con más atención a la mujer que tenia lado. Era bonita, la melena pelirroja le caía hasta m día espalda.
— Mientras los hombres salían a cazar, nosotras nos quedábamos en las cavernas, en el vientre de Madre, cuidando a nuestros hijos —prosiguió ella—. Y fue allí donde la Gran Madre nos lo enseñó todo. El hombre vivía en movimiento, mientras nosotras estábamos en el vientre de la Madre. Eso nos hizo percibir que las semillas se transformaban en plantas, y avisamos a nuestros hombres. Hicimos el primer pan, y los alimentamos. Moldeamos el primer vaso para que bebiesen. Y entendimos el ciclo de la creación, porque nuestro cuerpo repetía el ritmo de la luna.
De repente la muchacha se detuvo:
— Allí está ella.
Miré. En el centro de una plaza rodeada por el tránsito, había una fuente. En el medio de esa fuente, una escultura representaba a una mujer en un carruaje tirado por leones.
— Es la plaza de la Cibeles —dije, queriendo demostrarle que conocía Madrid. Había visto esa escultura en decenas de postales.
Pero ella no me escuchaba. Estaba en mitad de la calle, tratando de esquivar el tránsito.
— ¡Vamos allí! —gritaba, llamándome por señas entre los coches.
Decidí alcanzarla, sólo para preguntarle el nombre de un hotel. Aquella locura me estaba cansando, y necesitaba dormir.
Llegamos a la fuente casi al mismo tiempo; yo con el corazón agitado y ella con una sonrisa en los labios.
— ¡El agua! —dijo—. ¡El agua es su manifestación!
— Por favor, necesito el nombre de un hotel barato.
Metió las manos en la fuente.
— Haz lo mismo —me dijo—. Toca el agua.
— De ninguna manera. Me voy a buscar un hotel.
La muchacha sacó una pequeña flauta del bolso y empezó a tocar. La música parecía tener un efecto hipnótico: el ruido del tránsito empezó a alejarse y mi corazón se tranquilizó. Me senté en el borde de la fuente, escuchando el sonido del agua y el de la flauta, con los ojos clavados en la luna llena encima de nosotras. Algo me decía que —aunque no lo pudiese comprender del todo— allí estaba un poco de mi naturaleza de mujer.
No sé durante cuánto tiempo tocó ella. Al terminar, se volvió hacia la fuente.
— Cibeles —dijo—. Una de las manifestaciones de la Gran Madre. Que gobierna las cosechas, sustenta las ciudades, devuelve a la mujer a su papel de sacerdotisa.
— ¿Quién eres? —pregunté—. ¿Por qué me pediste que te acompañase?
Ella se volvió hacia mí:
— Soy lo que supones que soy. Formo parte de la religión de la Tierra.
— ¿Y qué quieres de mí?
— Puedo leerte los ojos. Puedo leerte el corazón. Te vas a apasionar. Y vas a sufrir.
— ¿Yo?
— Sabes de qué hablo. Vi cómo te miraba. Te ama.
Esa mujer estaba loca.
— Por eso te pedí que salieras conmigo —prosiguió—. Porque él es importante. Aunque diga tonterías, por lo menos reconoce a la Gran Madre. No dejes que se pierda. Ayúdalo.
— No sabes lo que dices. Estás perdida en tus fantasías —dije, mientras volvía a internarme entre los coches, jurando no volver a pensar nunca más en las palabras de aquella mujer.
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