martes, 30 de agosto de 2011

Muerte del Universo

LA MUERTE DEL UNIVERSO.¡.FISICA O METAFISICA.?

Hay horas de malestar moral 
la desesperación y el cansancio
 extienden sobre los espíritus 
sus alas de plomo.

¿Es perdurable el Universo? He aquí cuestión tan vieja como la humanidad, sobre la cual discuten los metafísicos, siglos hace, sin haber logrado demostrar más que su ingenio jamás desalentado. Pero la ciencia hace poco se ha apropiado del problema, ha pasado a ser hoy en día una 
cuestión de física pura, más precisamente de termodinámica.
    Por ella los sabios rompen lanzas forjadas en los laboratorios, donde se hicieron las más importantes conquistas de la ciencia; y es llegado de trazar un cuadro objetivo de las recientes controversias sobre el destino del mundo.

    Filósofos y sabios concuerdan en la eternidad de las sustancias denominadas materia y éter; exnihilo, nihil, vale como axioma. Las teologías concuerdan en lo mismo; y el Génesis, dice que el Creador sacó el mundo del caos y no de la nada. Puede concebirse el caos como un estado donde las cosas no eran movibles, ni organizadas indiferenciadas (la organización resulta de la diferenciación), y donde no había fuerzas, energías de acción.
     Esto trae a considerar los grandes principios de la termodinámica, que rige las manifestaciones de la energía en el mundo y conlleva al nudo de la cuestión propuesta. El primer principio, la conservación de la energía, fue descubierta por grandes físicos alemanes Roberto Mayer y Hernan Helmhooltz; el segundo, la degradación de la energía, lo descubriera un genio francés largo tiempo desconocido, el ingeniero Sadi Carnot, revelado por un alemán.
    Todos saben que se entiende por energía, la capacidad, si se permite la definición, que poseen los objetos al rendir trabajo. Las principales formas son: La energía debida al movimiento (la de un proyectil es proporcional a su masa y cuadro de la velocidad), la energía calórico (es la que hace evaporar el agua de las máquinas a vapor y las hace funcionar), la eléctrica (la de una batería de acumuladores, transformable en la energía luminosa de una lámpara; en calorífica en un radiador, en mecánica en un ventilador etc.); en fin, la energía química (que produce calor en un pico de gas o movimiento en una explosión)

Y bien, el principio de la conservación de la energía expresa este hecho experimental que, al transformarse unas en otras, existe entre las cantidades transformadas una relación constante. Por ejemplo: cuando el movimiento se transforma en calor (como sucede en el producido por el choque de dos piedras) o al contrario (en el caso de la máquina de vapor), un trabajo de 425 kilómetros corresponde siempre a la utilización de una gran caloría, análogas relaciones existen entre las otras formas de energía.
    El principio de la conservación de la energía ha dominado – tiranizado dijo el Maestro – la ciencia del siglo XIX; que creyó largo tiempo poder deducir de él, como consecuencia irrefutable, la eternidad del Universo. Ya que las diversas formas de energía se transforman indiferentemente unas en otras, quedando la suma constante, el mundo debe pasar, necesaria, periódicamente y sin fin, por una serie de oscilaciones grandiosas, del caos a la armonía.
    Los sabios del siglo XIX vivían en una atmósfera propicia a la adopción de este concepto. Lavoisier proclamaba la conservación de la masa en las adopciones químicas; Laplace había creído poder demostrar, a base de cálculo integral, la estabilidad del sistema solar, sin apercibirse de la inconsecuencia que hay, “a priori”, en que la demuestre quien en su “exposición del sistema del mundo”, ha explicado magníficamente el nacimiento del mundo de una nebulosa primitiva y su evolución incesante: Fornier celebraba, como conclusión de sus trabajos bellísimos sobre mecánica celeste, ”un mundo dispuesto para el orden, la perpetuidad y la armonía”. Enrique Poincaré no había nacido aún, el cual debía mostrar las resquebrajaduras de este bello edificio de estabilidad celeste.
    No es raro, pues, que el principio de la conservación de la energía haya hecho creer, durante largo tiempo, en la estabilidad, en su permanencia, en su invariabilidad  energética.
    Pero el segundo principio, olvidado durante largo tiempo, luego inapreciado, ha obligado a revisar este proceso que se creía definitivamente resuelto.  


     Es curiosa la historia del principio de Carnot. Enunciado por éste en 1824, en su obra “la potencia motriz del fuego”, que pasó inadvertida, su gran descubrimiento ha sido ignorado en Francia, durante casi tres cuartos de siglo. Gracias a los trabajos de lord Kervin y el alemán Causares, el principio de Carnot salió del olvido en que yacía, ha sido colocado entre los más grandes descubrimientos, y se empezó a valorar su alcance.
   
 Carnot demostró cómo en toda máquina abandonada a sí misma, hay algo que varía siempre y necesariamente en el mismo sentido; algo irreversible que se llama “entropía”. Mis lectores me perdonen de no expresar aquí este concepto prodigiosamente abstracto. Se puede eludir la dificultad y resumir así el descubrimiento de Carnot: en un sistema aislado, es decir, que no reciba ni ceda energía, no se hacen, en total, indiferentemente en los dos sentidos. Se debe a que, si bien el movimiento puede ser transformado completamente en calor, éste no puede jamás ser enteramente transformado en trabajo; queda siempre una parte que se disipa en el interior de los cuerpos.


En conclusión, la antítesis que se alza frente a la doctrina establecida sobre la base única del primer principio de la termodinámica: si el principio de Carnot es aplicable a todo el Universo, tiende éste, forzosamente, hacia una especie de “Muerte Térmica” (Warmetod de Clausures), que la equilibrará, para siempre, en una sombría y cadavérica inmovilidad.

      No afirmemos nada y esperemos.

     Existe en todo caso otra cuestión más emocionante, ligada a las discusiones antes expuestas: la de la contingencia, en el tiempo y el espacio, de las leyes del universo; que se tratarán algún día.
     Por ahora, como remate de este breve estudio, nos limitamos a hacer esta comprobación melancólica: que no sabemos más que hace un siglo respecto a la perpetuidad del Universo. Y sin embargo, se ha hecho un progreso, al extraer de las ciencias razones para ser modestos, preservarnos de todo dogmatismo; hemos oído exhortaciones nuevas a la sabiduría y al temor necesario de extrapolaciones demasiado vastas.      
   
El interés casi apasionado con que muchos sabios se dedican en este momento al estudio de cuanto se refiere al porvenir del mundo, es muy significativo. En la vida de las sociedades como en las de los individuos, hay horas de malestar moral en las cuales la desesperación y el cansancio extienden sobre los espíritus sus alas de plomo. Los hombres entonces se ponen a soñar con la nada. El fin de toda cosa de ser “indeseable”; y pensando en él se experimenta algo así como un apaciguamiento. La controversia reciente de los sabios sobre la muerte del Universo será quizá el reflejo de algunas de estas horas grises.

     Charles Normand. “La Prensa”, 28 de diciembre de 19l3.

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