sábado, 8 de octubre de 2011

TEOSOFÌA: Àngeles custodios...(1/2)

URÒBOROS

La creencia en la intervencion Àngelical y otros protectores invisibles es verdaderamente antiquísima. En las más primitivas leyendas de la India hallamos huellas de apariciones de las deidades menores en los momentos más críticos de los asuntos humanos.


Los poemas griegos están llenos de historias semejantes, y en la misma historia de Roma leemos que los dioses gemelos Cástor y Pólux guiaron los ejércitos de la naciente República en la batalla del Lago Régilo. En la Edad Media se consigna que Santiago auxilió a las tropas españolas para que venciesen, y son muchos los cuentos de ángeles que vigilan sobre el piadoso caminante o que intervienen en el crítico momento protegiéndole con su brazo.

Es una “mera superstición popular”, dicen bastantes personas. Quizá; pero donde quiera que encontramos una superstición popular muy extendida y arraigada, hallamos también por modo invariable algún rastro de verdad; verdad torcida y exagerada, si se quiere; pero verdad al fin.

La mayor parte de las religiones hablan al hombre de ángeles custodios que están cerca de él en tiempos de aflicción y de trastorno.
 
El Cristianismo no se exceptuó de esta regla; pero por sus pecados cayó sobre la cristiandad la tempestad que por una extraordinaria inversión de la verdad se llamó la Reforma, y por cuya espantosa explosión hubo numerosísimas pérdidas, de las que en gran parte no nos hemos resarcido todavía. Que existía un terrible abuso y que la Iglesia necesitaba una reforma, no he de ponerlo en duda; es más: seguramente fue un verdadero castigo celeste por los pecados que había perpetrado. Así el llamado Protestantismo vació y obscureció el mundo de sus secuaces, porque entre muchas extrañas y tristes falsedades se encargó de difundir la teoría de que nadie ocupa los infinitos escalones que median entre lo divino y lo humano. Nos ofreció la extraña concepción de una constante y caprichosa oposición del Gobernador del universo con el actor de sus propias leyes y el resultado de sus propios decretos, y esa frecuencia en la súplica de sus criaturas, que aparentemente presumen conocer mejor que Él lo que les conviene.

Sería imposible. si uno pudiera llegar a creer tal cosa, desterrar de la mente la idea de que si tal oposición existiese, sería, en verdad, parcial e injusta. En teosofía no tenemos tal pensamiento, como ya he dicho en otra parte; tenemos nuestra creencia en una perfecta justicia divina, y por eso reconocemos que no puede haber intervención alguna, a menos que la persona auxiliada haya merecido tal ayuda. Pero aun entonces, no será por una directa intervención divina, sino por medio de aquellos agentes.
ESTRELLA DE DAVID


Sabemos también por la literatura y relatos que hay muchos escalones intermedios entre lo humano y lo divino. La antigua creencia en los ángeles y arcángeles está justificada por los hechos, pues así como existen varios reinos inferiores a la humanidad, los hay también que están por encima de ella.

Y los que están sobre ellos mantienen la misma posición sobre nosotros que nosotros respecto del reino animal. Sobre nosotros está el gran reino de los devas o ángeles, sobre ellos otra evolución que ha sido llamada la de los Dhyan-Choans, - aunque se dé este nombre a otros órdenes más inferiores -, y así progresivamente hasta llegar a las gradas de lo Divino. Todo es una gradación vital desde el propio Logos hasta el polvo que hay bajo nuestros pies; y de esa gran escala, la humanidad no es más que uno de sus escalones. Hay muchos peldaños por debajo y por encima de nosotros, y cada uno de ellos está ocupado. Sería absurdo que supusiéramos que constituimos la más elevada forma del desenvolvimiento; la última etapa de la evolución. El que aparezcan en la humanidad hombres mucho más avanzados, muéstranos un estado superior y nos da un ejemplo que imitar. Hombres como el Buddha, como el Cristo, y como tantos otros menos ilustres, ofrecen ante nuestros ojos un gran ideal, que, trabajando, puede conseguirse por nosotros en el presente.

Ahora bien: si las intervenciones especiales en los asuntos humanos pueden efectuarse, ¿hemos de considerar a las huestes angélicas como los probables agentes empleados en ellas? Algunas veces, pero muy raramente, porque esos elevados seres tienen un propio trabajo que cumplir, relacionado con su lugar en el poderoso esquema de las cosas, y apenas si tienen relación o mediación con nosotros. Sin embargo el hombre inconscientemente, es por modo extraordinario tan fatuo, que se siente inclinado a pensar que todos los grandes poderes del universo deben estar vigilando sobre él y prontos a socorrerle, así en sus sufrimientos como en su propia locura o ignorancia. Olvida que no obra como una providencia bienhechora acerca de los reinos inferiores, y que no sale de su camino para adelantarse y ayudar a los animales. A veces representa para ellos como el papel del demonio según la ortodoxia, y destruye sus vidas vigorosas e inocentes que tortura y frívolamente consume para satisfacer tan sólo su degradado deseo de crueldad, bajo la convenida denominación de deporte. En otras ocasiones les mantiene en la esclavitud, y si les manifiesta algún cuidado, es sólo porque trabajan para él. Nada hace, empero, para que adelanten en su evolución en abstracto. ¿Cómo puede esperar, pues, de los seres superiores lo que está muy lejos de hacer con los que se hallan un peldaño más bajos?
CRUZ EGIPCIA


Bueno fuera que el reino angélico se entrometiese en sus propios negocios, no teniendo más noticias nuestras que las que tenemos nosotros de los gorriones de un árbol. Puede ocurrir, sin embargo, que un deva auxilie en alguna tristeza humana o en alguna dificultad al que le mueva a piedad; y podrá ayudarnos, justamente, como debemos empeñarnos en asistir a un animal en un contratiempo, pero seguramente su poderosa visión reconocerá de hecho, que en el presente estado de evolución semejantes intervenciones pueden, en la mayoría de los casos, producir infinitamente más daño que bien. En las más remotas edades el hombre fue con frecuencia protegido por esos extraterrestres agentes, porque entonces no era aun nuestra infantil humanidad capaz de recibir las enseñanzas de los maestros; pero ahora que hemos llegado a la adolescencia hemos de suponer que nos hallamos en un estado en el que podemos proveernos de guías y protectores entre nuestro propio rango.

La primer categoria que podemos arbitrariamente considerar es un reino de la naturaleza que es muy poco conocido: el de los espíritus naturales o el de las hadas. Aquí también la tradición popular ha conservado la huella de la existencia de una suerte de seres que la ciencia no conoce. Se les ha dado una infinidad de nombres: ninfas, gnomos, elfos, duendes, silfos, ondinas, huestes, etc., etc.; y pocos países hay en los que la demótica no los halle. Son seres que poseen un cuerpo astral o etéreo, y que, por lo tanto, sólo bajo ciertas circunstancias pueden hacerse visibles al hombre. Por lo general evitan su vecindad, pues no gustan de sus salvajes explosiones de pasión y de deseo; así es que por lo común se ven en algún sitio solitario y por algún montañés o algún pastor, que hacen sus trabajos lejos del importuno trajín de las gentes, y a veces ha ocurrido que una de esas criaturas ha llegado a unirse a algún ser humano y le ha consagrado sus servicios como vemos en las historias de los montañeses de Escocia; pero apenas, del mismo modo, puede esperarse una asistencia inteligente de entidades de esa clase.

Un auxilio tallo prestan los grandes adeptos, los Maestros de Sabiduría, hombres como nosotros, pero tan altamente evolucionados, que podemos considerarlos como dioses por sus poderes, su sapiencia y su compasión. Ellos se consagran por completo al trabajo de ayudar la evolución. ¿Pueden de un modo igual intervenir en los acontecimientos humanos alguna vez? Ocasionalmente acaso, pero de un modo excepcional, porque tienen otras cosas más grandes que hacer. El ignorante llega a creer que los adeptos deben venir a las grandes ciudades y socorrer al pobre; digo el ignorante, porque sólo uno excesivamente ignaro e increíblemente presuntuoso se aventura a dictar una conducta a los que son infinitamente más sabios y más grandes que él. El hombre sensato y modesto realizará lo que aquellos ordenen por su buena razón, e injuriarlos sería el colmo de la estupidez y la ignorancia.

Tienen una misión propia que realizar sobre planos más elevados; y así comunican directamente con las almas de los hombres y brillan sobre ellos como el rocío sobre las flores, llevándolas hacia arriba o adelante, lo que es una obra mucho más grande que curar, cuidar y alimentar los cuerpos, aunque esto también pueden hacerlo quizá. El emplearlos, pues, en actuar sobre el plano físico, sería despilfarrar una fuerza infinitamente mayor que la que pusieran nuestros más doctos hombres de ciencia en romper las piedras de un camino, a pretexto de que iba a resultar un bien para el mayor número, porque el trabajo científico no aprovechará inmediatamente a los pobres. No proviene ciertamente del adepto una intervención física semejante, pues está muy lejos de emplearla a diario.
SVÀSTICA LEVÒGIRA


Los adeptos proceden de dos clases y en muchos casos son hombres como nosotros mismos y no muy lejos de nuestro propio plano. La primera categoría la constituyen lo que llamamos los muertos. Imaginámoslos como muy lejos; pero eso es una ilusión. Están muy cerca de nosotros, y aunque en su nueva vida no puedan generalmente ver nuestro cuerpo físico, pueden ver y ven nuestro vehículo astral, y por eso conocen nuestros sentimientos y nuestras emociones. Así saben cuando estamos angustiados,

cuando necesitamos ayuda y hasta procuran facilitárnosla. Hay, pues, un número enorme de positivos protectores que pueden ocasionalmente intervenir en los asuntos humanos. De un modo ocasional, pero no muy a menudo, pues el muerto procura adiestrarse en sí mismo, y así pasa rápidamente sobre lo que toca a las cosas terrenales; por eso los más altamente desenvueltos, como los hombres más útiles, son precisamente aquellos que han abandonado la tierra más pronto. Hay, empero, casos indudables en que los muertos han intervenido en los negocios humanos, y es verdad también que tales casos son más numerosos de lo que imaginamos, pues en muchos el hecho ha sido el resultado de una sugestión en la mente de alguna persona viva aún sobre el plano físico, que ignoraba el origen de su feliz inspiración. Algunas veces, pero también muy raras, es necesario para el muerto la solicitud de aquel a quien ha de mostrarse, y es solamente entonces para que los que son tan ciegos sepan su buena intención hacia ellos.

Por lo demás, no pueden mostrarse siempre a voluntad de uno; hay ocasiones en que emplearían su protección, pero están incapacitados para efectuarlo y no siempre sabemos la oportunidad de su sacrificio. Hay muchísimos otros casos y algunos de ellos han sido referidos ya en mi obra: Al otro lado de la muerte.

La segunda categoría entre las que hemos establecido en los protectores, la constituyen aquellos que son capaces de actuar conscientemente sobre el plano astral aun mientras viven, o quizá diríamos mejor, mientras se hallan en su cuerpo físico, pues las palabras vivo y muerto se emplean muy impropiamente en el lenguaje ordinario.

Estamos nosotros, sumergidos como nos hallamos en esta materia física, encerrados en la oscura y malsana niebla terrestre, cegados por el pesado velo que impide llegar hasta nosotros la luz y la gloria que resplandece a nuestro alrededor; somos seguramente los verdaderos muertos, y no aquellos que han arrojado a su tiempo el fardo de la carne y permanecen entre nosotros radiantes, regocijados, fuertes, mucho más libres y mucho más capaces que nosotros.

Aquellos que en el mundo físico han aprendido a usar del cuerpo astral, y en algunos casos también del cuerpo mental, son usualmente los discípulos de los grandes adeptos ya mencionados. No pueden ejecutar la obra que los Maestros hacen, pues sus facultades no están desenvueltas todavía, ni pueden aún actuar libremente sobre aquellos planos sublimes donde aquellos producen sus magníficos resultados; pero pueden hacerlo a veces en los planos más inferiores, y están buenamente dispuestos a servir en cualquier camino los mejores pensamientos de Aquellos y a emprender tal obra como está en su poder. Así a veces ocurre que viendo alguna desgracia o algún sufrimiento humano, que pueden aliviar con gusto, intentan lo que pueden hacer por él. A menudo pueden auxiliar a un vivo como a un muerto; pero hemos de recordar siempre que lo hacen bajo ciertas condiciones. y cuando tal poder y tal instrucción lo confieren a algún hombre, lo hacen también condicionalmente. Nunca usará de ellos egoístamente, ni los ostentará a la mera curiosidad, ni los empleará en averiguación de los negocios ajenos, ni hará lo que se llaman experimentos en las sesiones espiritistas; es decir, que no deberá hacer nada que pueda tomarse como un fenómeno sobre el plano físico.
MANTRA Om


Podrá, si lo prefiere, enviar un mensaje a un muerto; pero está lejos de su poder el devolverlo de un muerto a un vivo sin las directas instrucciones del Maestro. Pues el conjunto de los protectores invisibles no constituye en sí mismo un ministerio de policía, ni una agencia de información astral, sino que sencilla y tranquilamente hace tales obras como es dado hacerlas y como lo hacen.

Mucha gente piensa que la protección en este sentido puede ser perjudicial, temiendo una colisión con el actor de la gran ley de la Divina Justicia. Es en verdad una idea extraña suponer que el hombre contienda con la ley. Todos sabemos cuan a menudo sucede que nos empeñamos con todas nuestras fuerzas en auxiliar a un compañero, aun siendo incapaces realmente de hacer algo bueno por él. Este es un caso claro en el que no está en el destino del hombre que sea ayudado y así no podrá hacerse nada en beneficio suyo. Aun entonces nuestro esfuerzo no se perderá, aunque no se produzca el efecto que hemos intentado. Esa tentativa siempre nos producirá un gran bien a nosotros mismos, y podemos asegurar también que producirá alguno en quien hemos tratado de auxiliar, aunque lo deseado no se haya cumplido justamente como hubiéramos querido. Es totalmente verdad que nadie puede obtener remisión de sus propias faltas, y que en toda desdicha recae en uno el resultado de un crimen cometido en otro tiempo. Pero esto no es una razón para aminorar nuestro esfuerzo en auxiliar a alguno.

Si sabemos que puede llegar al extremo del necesario sufrimiento, que ha de pagar justamente sus deudas y que necesita de una mano auxiliadora que le levante del lodazal, ¿por qué no hemos de ser nosotros la mano que haga esa buena obra? No hemos de temer jamás que nuestras débiles tentativas pugnen con las leyes de la Naturaleza, o que produzcan el menor embarazo a aquellos que las administran.

Veamos como un hombre es capaz de hacer tal obra y de dispensar la protección que hemos descrito; así comprenderemos cuales son los límites de su poder y veremos cómo nosotros mismos podemos, en alguna extensión, conseguirlos. Debemos primeramente pensar cómo el hombre deja su cuerpo en el sueño. Abandona el cuerpo físico de manera que queda en completo reposo; pero él mismo, su alma, no necesita descansar, porque no siente fatiga, y únicamente el cuerpo físico es siempre el que se cansa. Cuando hablamos, así, de la fatiga mental, no nos expresamos realmente bien, pues el cerebro, pero no la mente, es quien se cansa. En el sueño, pues, el hombre utiliza sólo su cuerpo astral en vez de su cuerpo físico, y es únicamente el cuerpo lo que duerme, y de ningún modo el hombre mismo. Si pudiéramos examinar, penetrando en él, un salvaje durmiendo, probablemente hallaríamos que estaba casi tan dormido como su cuerpo, porque tendría una escasísima conciencia en el vehículo astral de su pertenencia. Sería incapaz de separarse de las próximas inmediaciones donde durmiese su cuerpo físico, y si intentase hacerlo volvería sobre sí despertando con terror.
YING/YANG


Si examinamos un hombre más civilizado, como por ejemplo uno de nosotros mismos, encontraremos una gran diferencia. En este caso el hombre, en su cuerpo astral. de ningún modo permanecerá inconsciente, sino pensando muy activamente. Sin embargo, podrá tener muy pocas más noticias de su vecindad que el salvaje, aunque no sea por la misma razón. El salvaje está incapacitado para ver, y el hombre civilizado está muy sobre su propio pensamiento por lo que no puede ver, aunque quiera. Tiene tras sí la inmemorial costumbre de una gran serie de existencias en las que no ha usado las facultades del astral, y así esas facultades, gradual y tardíamente, han desarrollado en él una costra, algo como un polluelo que vegeta en un huevo.

BIBLIOGRAFIA

LOS ÁNGELES CUSTODIOSY OTROS PROTECTORES INVISIBLES
Charles W. Leadbeater  Versión española de R. U. G.

LOS GRANDES ENIGMAS DEL CRISTIANISMO.- Jorge Blaschka. España. 2002 (Hermetica)

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